sábado, 28 de febrero de 2009

Sobreviviente del carnaval


En un carnaval pasado Israel, Daniela y Alejandra, en San Vicente, Cuenca.


El carnaval es largo, y para quien ose salir de casa, si es que se queda en la ciudad, lo espera el agua sucia y el irrespeto. Distinto es para quienes viajan, pero el coste en el tiempo es alto. Las largas colas para comprar boletos para el regreso, subirse a los buses, oh, oh, es un calvario. Y si se cuenta con auto propio, no hay salvación, las vías se atascan por el mucho tráfico. ....
Yo por fortuna fui con mi familia sólo un día a pasearme por la playa. Y esa misma tarde volví. Ya, la película de Forrest Gump, ya la conversación con mi prima, la cincuentona, ya, la lectura del lobo estepario, y por último, el viajecito breve; todo me ayudó a ser sobreviviente del carnaval

Por muchos años tuve que lidiar con esta fecha, tan abismalmente aburrida. Al menos hubo un tiempo, a partir de los catorce años, cuando empecé a verla como tal.


Antes, la venida de esta festividad era para mí razón para reírme a carcajadas. La esperaba con baldes de agua y vejigas (llenas también del líquido vital). Subía al cuarto deshabitado de la casa de mis padres y esperaba pacientemente que algún desprevenido (a) pasara para dejarle caer encima mi balde de agua o tirarle una de las vejigas.

A esta fiesta de carcajadas pueriles luego se unieron mis primos, los Guachichullca Campoverde, cuando llegaron a vivir con nosotros. Junto a mi papá y mi hermano mayor y ellos nos aventuramos a salir de casa y sitiar la esquina de mi tío gruñón para, “en gajo” (en grupo) buscar nuevas víctimas: transeúntes desconocidos, autos, buses, etc. Todo lo que se moviera. Ja, ja, ja. Entonces, ¡oh!, días de inconciencia, tenía momentos de felicidad inagotables y reía sin proponérmelo. En esas fechas especialmente a costa de otros.....
Hoy veo aquello, no con nostalgia, pero sí con cierta incredulidad. ¿Verdaderamente fui yo aquel? Precisaba volver a sentir esa risa para comprobarlo. Y fíjate, querido y estúpido blog, lo pude hacer. Luego de largos años, simplemente… ¡sucedió!

El último día de carnaval, simplemente me dejé de llevar por la intención. Tomé el balde con agua y se lo eché a mi prima, la cincuentona y solterona, y ahí empezó todo. Luego repetí la acción con mi primo de segunda generación, sobrino de ella. Y después no paré. Mojé a papá, a mamá. A mi cuñado, hermana, tía, sobrinas. Claro, a mi propia familia. No estaría en mis cabales, a esta edad, si es que me daba por salir a la calle, a irrespetar a las personas desconocidas, como cuando niño.

Era mentira que ya no me gustaba jugar carnaval. Comprendí entonces que siempre estuvo dentro de mí, aquella emoción. La había renegado por la amargura de los años. Por la represión de mis emociones, censurándome siempre por mis errores, por no saber qué mismo hacer con mi vida. Pero pude, al fin. Lo que odiaba era, sí, la violencia y el irrespeto. De niño y preadolescente cometí tales faltas, pero por inconciencia.

La última vez que jugué carnaval fue cuando comprendí que para seguir en las esquinas debía mi pandilla crecer. Hasta entonces me había circunscrito a mis primos John y Dora, mi hermano Oscar. En ese período de mi vida fue cuando empezó a gestarse mi soledad, la que hasta hoy me acompañaría. Mi amigo y vecino, Alberto, se fue con su familia a vivir a Milagro. Me distancié de mis primos por el camino que ellos eligieron. Al juntarse con los demás chicos del barrio cambiaron su forma sencilla de ser y adquirieron el mal hábito de las malas palabras y la rebelión contra las buenas normas de casa, inculcadas por mis padres. Mi hermano tuvo que ingeniárselas para conseguir un nuevo trabajo. Mi padre, despedido abruptamente del suyo, sin haber alcanzado su derecho a la jubilación, se echó a esa depresión que lo llevaría a sufrir un derrame cerebral, del que salió –gracias a Dios- bien librado.

Y pensar que tantos años viví renegando de esta fecha, rumiando por tener que pasar los cuatro días festivos, sin poder salir de casa, sin grandes amistades con las que supuestamente tendría que divertirme mejor, sin grandes amores con las que se dice tendría los mejores y apasionados carnavales. Puedo decir, sin temor a equivocarme, que la vida al enseñarme a convivir con mi familia, a falta de todo lo antes mencionado, me ha hecho un gran favor. He aprendido a valorar a la gente que me quiere y conoce de verdad.....